viernes, 30 de noviembre de 2007

Periodismo de baja intensidad


El otro día, frente al mar y ante una sugerente ensalada de jamón y foie, comentaba con Alberto y Ruth que cuanto más intento desprenderme de la profesión, más se adhiere el periodismo a mi piel. Mientras persigo un piñón con el tenedor, caigo en la cuenta de que los medios de comunicación tienen un efecto aspirador. No se si me seducen o me succionan, pero mira que he intentado veces ser dependienta en Zara. Sin éxito. En esa cita y en ese ambiente admití que me siento prisionera de este delirio, que me apasiona y me crispa.
Me sigo cabreando con las injusticias, con la autocensura, con las vendas que nos ponemos todos para curar la realidad, con las tiritas que aplicamos a las palabras para dibujar un espejismo, adulterado paraíso del eufemismo.
Me parece que no pasan tantas cosas en Cantabria como para justificar ciertos silencios.

Me sorprende que mañana no haya hueco para un suelto en los periódicos que anuncie que doscientas personas van a reunirse en solidaridad con Patxi Ibarrondo.
Me fastidia tener que someterme al ejercicio constante de leer entre líneas para tratar de adivinar la realidad en los silencios de los periódicos.
Me molesta que la verdad se fabrique en determinadas rotativas.
Me sorprende que nadie considere noticia un comunicado de Reporteros Sin Fronteras denunciando una persecución política en Cantabria.
Me asquea que en ciertos medios haya espacio para los homenajes al dictador que hace la Falange, pero no para La Realidad.
No puedo mirar para otro lado cuando el honor de un político de tercera regional vale tanto como para justificar el cierre de un periódico. En cualquier guión de Hollywood todos los compañeros de profesión hubiéramos acudido voluntariamente a la Justicia bajo el grito de “yo también soy Ulises Quintacolumna”. Pero aquí, en el Paseo Pereda, no nos atrevemos a retratarnos y practicamos un periodismo de baja intensidad, sin daños colaterales.
Añado dos matices: En la COPE se oyen cosas peores a diario y nadie la ha cerrado. Y el honor de Felipe y Leticia se ha tasado en 3.000 euros; el de Carlos Sainz en 12.000 euros.
Pero una cosa son los periódicos y otra los periodistas. Y, como dice Alberto Ibáñez, el periodismo es crítico por naturaleza porque, de lo contrario, se llama propaganda. En cuanto a los periodistas, la mayoría pasaremos por la profesión de puntillas, con los ojos cerrados y los oídos tapados. No sea que nos embriague la pasión y se carguen las tintas de las plumas.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Menuda payasada


Hoy he caído en la cuenta de que Rody es hijo de Fofó y hermano de Fofito. Pero no puedo entender por qué consagra su vida a hacer el payaso cuando carece del talento más elemental para arrancar la risa en la pista del circo. Yo pensaba que Rody era el típico primo segundo que empieza por sacar brillo a las narices postizas y acaba... ahí. Supongo que los payasos de la tele esperaban que Milikito, Rody y los Gabitos tomaran el testigo de su éxito. Pero no hubo segunda generación. Con esta maldita vocación que tengo me ha dado por indagar y resulta que Fofito empina el codo y ha ido al plató de Salsa Rosa para poner a caldo a Miliki y a Milikito. Se me han roto todos los mitos. Recuerdo perfectamente cómo llorábamos todas las niñas de clase el día en que murió Fofó. Después se fue Félix Rodríguez de la Fuente que, decían, era ‘el amigo de los niños’ aunque mi 'El hombre y la tierra' siempre me pareció un paquete. Y falleció Chanquete, que fue un drama nacional. Como nos quedamos sin referentes infantiles, los de mi generación fuimos torturados por Torrebruno que, por el hecho de ser pequeño e italiano se creía con derecho a castigarnos con melodías estúpidas, cuando preferíamos bailar al ritmo de Rafaella Carra. Ahora doy gracias a que Fofó murió joven, sin traicionarnos, como ha hecho Fofito. Corren tiempos de vivir en la televisión y acaso Fofó, de seguir vivo, podría ser ahora el payaso de compañía de Marujita Díaz.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

La última función


Uno tiene la familia que le toca, no la que elige y, en su saber, la naturaleza salpica a los impresentables de forma aleatoria en cada una de ellas, para que en las cenas de Navidad, bodas y entierros todos puedan renegar de su correspondiente bufón. Cuando no toca en el sorteo, se adhiere por vía política. Todo el mundo tiene un tío con una excesiva querencia al alcohol, una cuñada envidiosa y frustrada fanática de las imitaciones de saldos y mercadillos, una tía abuela de esas que huelen a naftalina con tendencia al monólogo, un tipo hipocondríaco, una histérica y algún ridículo con pretensiones de doctor que va por la vida haciendo diagnósticos y recetas. De forma que los impresentables, en toda su gama, no son precisamente una especie en peligro de extinción. Uno esquiva como puede esta fauna e inventa excusas para no desperdiciar domingos en fastidiosas convocatorias familiares. Lo malo es que aparecen siempre que el patriarca de turno empieza a ver pasar los títulos de crédito de su vida y en cuestión de vida o muerte, hasta que llega el cartel de fin, se convierten en protagonistas y no ahorran esfuerzo dramático alguno para reparar de un plumazo la indiferencia acumulada en el pasado. Las plañideras se colocan a los pies de las camas de las abuelas que no han visitado en siete años, le toman la mano con fingido afecto y se interesan por su temperatura. El resto nos apartamos para que ocupen la primera fila en el funeral y les aguantamos los clines. Mientras, ellos hacen intensos esfuerzos por retorcer su rostro en un puchero con apariencia lastimera hasta conseguir que resbale alguna lágrima por sus mejillas en un patético espectáculo de dramática hilaridad. La función no acaba hasta que se baja el telón y en el teatro, como en la vida, cuando uno llega tarde, no puede pretender interrumpir la escena para sentarse en primera fila.

martes, 27 de noviembre de 2007

La sonrisa empedernida


Yo soy de esas personas que sonríen cuando hablan por teléfono. Pero lo que no sabía es que también sonrío ¡mientras escribo mensajes de correo electrónico! Lo he advertido hoy, cuando he sentido la necesidad de relajar el rostro después de haber escrito una carta muy larga con la sonrisa puesta, como si estuviese posando para el Hola. Supongo que sonreír es un hábito inconsciente para la mayoría de los seres humanos, excluyendo el porcentaje universal de mister Scrunch por metro cuadrado. Pilar, por ejemplo, siente lástima de los peces porque dice que no pueden sonreír con esas bocas tan tristes que les dibujan. La verdad es que soporto algunos desajustes más extravagantes que sonreír al ciberespacio. Por ejemplo, no puedo llamar por teléfono a los tipos clasificados en el apartado ‘interesantes’ de mi agenda sin haberme pintado los labios y sin llevar puestos los zapatos, aunque esté en pijama en medio del salón de mi casa. Creo que soy incapaz de sentirme segura en zapatillas al otro lado del móvil. Esto que me pasa son cosas anormales, que ahora –para derretir la potencia del término- se llaman singulares. Si van a más, entran en la dimensión cuarto milenio. Prefiero pensar que no es patológico y que hay algo de filantrópico en esta pertinaz inclinación hacia las sonrisas sin destinatario.

lunes, 26 de noviembre de 2007

Metamorfosis esperpéntica

No me gusta enturbiar esta hoja de ruta tan personal con apreciaciones políticas de tercera regional pero no puedo sustraerme a ‘deconstruir’, al decir del fogoso de los fogones, el lifting ideológico al que se ha sometido el Partido Popular. En el colmo del absurdo más delirante, los de la gaviota del Santemar se han declarado regionalistas, legítimos herederos de la doctrina del PRC en esta Cantabria sometida al azote, la destrucción y el ridículo de las hordas revillistas. Esta virulenta metamorfosis se adereza además con una buena dosis de jarabe rojo para la redistribución de la riqueza, concepto que sus militantes tendrán que digerir con antihistamínicos, por la alergia que les ha producido históricamente el término. Porque ahora el PP, tiemblen las mechas rubias y los cocodrilos, ya lo es todo: azul, rojo y verde, un llamativo arcoiris –de un momento a otro Nacho Diego se declara gay- fruto de una patológica transmutación sin complejos que les ha hecho incluso abrazar la política de las albarcas sin debate previo y, lo que es peor, sin anestesia. Mira tú por donde no se ha roto España, ni la familia, ni Navarra; pero, tanto ir el cántaro a la fuente, se le han roto los principios al pastor que anuncia al lobo. Y en el colmo del esperpento, con esta pérdida de dignidad, ya estamos clasificados en el primer puesto del ránking del absurdo, por delante de los rombos de Barrio Sésamo. Me río yo de Kafka.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Los dos rombos de Barrio Sésamo

Dos rombos. Cuando aparecían al comienzo de los créditos de la película de esa noche, significaba el camino sin retorno hacia los sueños. Invariablemente, mi hermana comenzaba a bailar delante del televisor en un esfuerzo inútil por ocultar los símbolos de la prohibición a la vista de los mayores. Entonces todos los españoles veíamos la televisión única, a lo más, el UHF, que era de raros. No había tele por la mañana, ni de madrugada. Yo crecí con Fofó y Barrio Sésamo. Inconscientemente compartí toda mi niñez con Epi y Blas anhelando ver cintas de dos rombos, ajena a la perversión moral a la que me estaban sometiendo estas marionetas. Hoy he leído que en Estados Unidos tienen dos rombos. Los episodios de Barrio Sésamo son sólo para adultos. He estado expuesta a un peligro tóxico y espero que alguien me indemnice por los desarreglos emocionales que me ha generado. Gracias a que he visionado tantos episodios, no concibo pecado en la posible relación gay entre Epi y Blas, ni soy tan estrecha como para no invitar a un desconocido a comer leche con galletas en mi casa, ni sustituyo las galletas por zanahorias para no engordar, tampoco me preocupa que alguien me pida que le pase el jabón cuando se está duchando. Pero tampoco sé cuantas avemarías rezar para purgar tanto pecado romboidal que, al parecer, desaconseja su consumo a menores. Ahora que lo pienso, qué raro, si hasta los Simpsom, South Park y George Bush están desclasificados.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Las páginas escogidas


Hacía tiempo que no me regalaba una tarde para mí y me he tomado libre la de hoy, aunque haya sido por obligados motivos de salud. Como la afección es leve, he podido dedicarme a uno de mis placeres favoritos, que es releer fragmentos. Es por la costumbre de señalar con marcapáginas los párrafos o las frases que más me gustan de los libros y, así, hay días en que tomo uno tras otro y voy abriendo con calculado azar mis páginas preferidas, y disfruto de un peculiar puzzle literario haciendo repaso de esas pequeñas fracciones escogidas.
La mayoría de los ejemplares de mi modesta biblioteca tienen su propia historia. Porque, antes, siempre nos regalábamos libros. Tal vez porque uno expresa lo que siente por el otro en el título que elige. Y tú recibes el libro y devoras las páginas tratando de descifrar claves, mensajes escondidos, deleitándote en la lectura de palabras que ya han sido recorridas por la mirada del otro. Los libros además son contenedores de detalles y palabras que almacenan recuerdos y olores. Guardianes de señales propias y ajenas. Los pétalos de las flores que me regaló Héctor duermen entre las páginas de mis libros de Paul Auster. Los otros, guardan caligrafías sentimentales, cartas, rastros de besos, arrugas de caricias pretéritas. Evocan ausencias, distancias. Por eso me gusta hurgar en su geografía emocional, que es la mía.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

El espacio mágico

Alguien ha escrito unas palabras en mi diario que me han hecho reflexionar. Lo que hace especial un momento es la compañía, y no el paisaje. El decorado cambia y no me inmuto. El rojo del vestido no tiñe el luto de las entrañas. Los recuerdos poderosos, los espacios mágicos, aquellos cautivadores minutos, un tiempo fascinante. Siempre hay alguien que me acompaña en escenas donde no importan los botines de charol de color chocolate. En la soledad no hay momentos especiales, sólo otros barnices como tristeza, sosiego o armonía. Existe una marca de carmín en el borde de una copa transparente (tomo prestada tu frase) porque me pinto los labios y me pinto los labios porque hay alguien enfrente, al otro lado del vaso con las piedras de hielo, al otro lado del espejo. Lo que construye momentos especiales es la compañía. Qué absurdo suena a veces el placer de la soledad. Para estar vivo no basta con respirar. Necesito esos momentos de quedarme sin aliento.

martes, 20 de noviembre de 2007

Labios pintados de rojo que dejan huella en la copa de gintonic

Estoy inmersa en un proceso de desdramatización. He ido de compras. Porque siempre compro en los momentos tristes. Me miro los pies constantemente porque tengo unos botines nuevos color chocolate. De charol. Me he pintado los labios de rojo y he leído que el 47,6 por ciento de los cántabros reconoce haber sido infiel a su pareja. Y pienso que si el resto no lo ha sido, únicamente es porque no habrán tenido oportunidad. Hacía mucho que Alfonso, Eduardo y yo no quedábamos. Me han citado en La Cachava, para tomar unas copas antes de cenar. Tienen hábitos curiosos. Casi rituales. He disfrutado mucho de nuestro pequeño conciliábulo de gintonics. Tal vez porque la conversación se sucede sin guión ni pretensión alguna. Si Alfonso fuera rico se cambiaría de sexo por la provocación de llamarse María. Eduardo dice que en este país aunque te pillen con el cuchillo en la mano es difícil ir a la cárcel. Un trío especial. No coincidimos en edad, ni en gustos, ni en profesión. Después de compartir copas durante más de cuatro años, apenas sabemos nada de la vida particular del otro. Vistos desde fuera somos raros. Apenas recuerdo cómo nos conocimos. Me parece que nos ató la casualidad en una rueda de prensa. Y que, desde entonces, nos hemos dejado llevar por una relación peculiar que espontáneamente nos une en convocatorias aleatorias. Citas extravagantes y caóticas, sin argumento. Citas en las que nadie cae en la cuenta de que hoy te has pintado los labios de rojo y llevas botines nuevos. De repente doy en pensar que si Alex y yo nos hubiésemos conocido en párvulos, el habría sido Toby, y yo, la pequeña Lulú. Es un ridículo desorden de identidad que me hace reir.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Al otro lado del espejo


He decidido volver a Bilbao. El sábado. Cien días después. El tiempo que he necesitado para aceptar que a partir de ahora la ciudad será un escenario compartido. Supongo que no tengo porqué renunciar a una memoria que nos pertenece a los dos. Pero presiento que este retorno absurdo al lugar de donde nunca me fui me obligará a reconocer otra ciudad bajo la misma mirada. Temo adivinar el pasado en todos los rincones. Que los lugares que frecuentamos se vuelvan tristes. Volver a sentir frío donde habita el olvido. Aparecerá reflejado en todos los escaparates, esperaré tropezármelo a la vuelta de cada esquina, volveré la cabeza a cada poco, porque me parecerá reconocerlo de continuo entre la gente. En algún lugar sonará un bolero. Pasará. Y volveré al Bilbao que compartimos. Al otro lado del espejo.
Rosa repara en lo que llama mi identidad cromática y se preocupa cuando mi armario se tiñe de negro. Bea intuye desde Londres mi estado de ánimo en las frases que escribo. Y otros descifran mis silencios. Pero prefiero permanecer invisible para Alex. No quiero preguntarle cómo se encuentra. Porque se qué me responderá muy bien.

martes, 13 de noviembre de 2007

Los que abrazan gatos

Como dice Mafalda, en este mundo hay cada vez más gente y menos personas. Tal vez por eso vivo rodeada de conocidos que abrazan gatos. Sertorio (ver su blog) se fue hace dos días de fiesta con su señor Smith y todavía no ha dado señales de vida. Gema habla de sus dos hijas. En la nevera de mi vecina Soco hay más latas de Cat Show que danones. Víctor me hablaba el otro día de sus tres gatos sin nombre, que tuvo que bautizar de urgencia para rellenar la ficha de la clínica veterinaria. Sólo me acuerdo de Sinver (güenza). Sonia también tenía una preciosa gata blanca hasta que le dio por suicidarse desde la ventana de un décimo piso de Txurdinaga.
Últimamente los gatos ocupan gran parte de mis conversaciones. Suena el teléfono y una amiga me anuncia: “Tengo a mi gata ingresada”. Me cuenta que esta mañana, mientras los médicos reparaban el corazón de su padre, su gata entró en un grave estado de shock que presagiaba un final trágico inminente. Salió rápidamente del hospital y llevó a la pobre Boli –en la ficha médica, pero coloquialmente conocida como la gatuca pequeña- al veterinario. Le han tenido que sedar, poner suero y está ingresada, como el padre. El diagnóstico ha sido intoxicación por ingesta de veneno de caracoles.
Boli es hija de Bruja y tiene otra hermana “que vive en Barcelona como una reina, en una casa muy buena y en compañía de un snaucer”, me explica, y otros dos hermanos machos, uno que no está fichado que se llama MacGiver y Colín, que nació muy flaco y con medio rabo y que se robusteció gracias a un complemento alimenticio que le recetó el veterinario.
Lo peor fue el pronóstico funesto del primer parte médico de Boli, “el doctor dijo que podían quedarle secuelas”, sigue al otro lado de la línea telefónica. Me imagino a la pobre gatuca paralítica y a mi amiga reclamando a Zapatero una ley de dependencia animal para poder hacer frente a semejante drama doméstico.
“Después de estos gatos no quiero tener más, que lo paso muy mal cuando se mueren”, sentencia”. "No se, –respondo- es como tener miedo a coger cariño a una persona por temor a perderla”. Mientras pronuncio estas palabras me doy cuenta de que yo misma, de forma inconsciente, albergo ese miedo. Pero no te puedes prohibir querer. Sería como dejar de sentir. Y entonces ya no estaríamos vivos.

lunes, 12 de noviembre de 2007

El paraiso se cuela por debajo de mi puerta

Hoy he caído en la cuenta de que ya nadie llama a las puertas de las casas. No hay pobres que piden la voluntad, ni vendedores de enciclopedias y aspiradoras a domicilio. En realidad, tampoco nadie responde al timbre porque los hogares apenas se habitan unas horas al día.
Tal vez por eso me ha sorprendido comprobar que esta tarde he tenido visita. Al llegar de la calle reparé en un papel que alguien había intentado hacer pasar por debajo de la puerta de mi casa. Lo tomé en mi mano. Se trataba de un folleto ilustrado con el dibujo de un paisaje, un prado verde y mullido, sembrado de flores rosas, amarillas y blancas. Un paraje idílico en donde reposan un perro y una oveja plácidamente tumbados uno al lado del otro. Cerca de ellos un hombre, sonriente, trabaja la tierra con un arado, al parecer, sin el menor esfuerzo. A su lado una mujer, serena y alegre, con la cabeza cubierta por un pañuelo, juega con dos perros mientras una niña recoge manzanas en un cesto de paja. Al fondo del valle verde, en el que transcurre la escena, se adivina el agua quieta de un lago coronado por elevadas cumbres que parecen buscar cobijo en las escasas nubes que manchan un deslumbrante cielo azul. En una esquina de la hoja está escrito: “Vendrá un nuevo mundo pacífico”. La escena que dibuja es tan sugerente que por un momento me veo poderosamente atrapada por el paisaje y mientras le contemplo me invade una placentera sensación de bienestar.
Abro la primera página y leo: “¿Qué siente al mirar esta escena?, ¿no ansía su corazón la paz y felicidad que se aprecia ahí?”. Cierro los ojos. Estoy a punto de rendirme ante este paraíso idílico. Deduzco que han venido a visitarme los Testigos de Jehová. Lo olvidaba, son los únicos que todavía llaman a las puertas de las casas. He guardado el dibujo de paisaje que tanto me recuerda a las ilustraciones de mis libros escolares, donde todo es verde y azul y todas las personas sonríen. Pienso mirarlo de vez en cuando para soñar. A veces es todo tan espeso que deseo fervientemente que el presente se diluya en una ficción de colores, sonrisas y mariposas, en un mundo de cromo como el que esta tarde se coló por debajo de la puerta.

domingo, 11 de noviembre de 2007

El destino inesperado

Los horóscopos nunca predicen algo tan evidente como la muerte. Nunca dicen hoy morirán 42 sagitarios y 320 tauros. Ayer se supone que todos los leo han sufrido cambios repentinos de temperamento frente a sus compañeros de trabajo y se han enfrentado a una serie de desórdenes vitales causados por extrañas experiencias. Pero ayer, José Félix, que es Leo, tuvo un pronóstico distinto. Supongo que estas palabras, leídas después de saber que no está, tienen menos sentido que nunca. Pero uno siempre se cuestiona cosas estúpidas cuando le roza la muerte. Me pregunto que hubiese sucedido si el maldito destino hubiese enviado algún aviso camuflado en la ceremoniosa semántica del horóscopo de ayer. Si en alguna de sus palabras alguno de nosotros hubiésemos percibido la tragedia. Supongo que no importa, porque las personas sensatas leen el horóscopo pero no se lo creen. Porque es posible que un géminis fallezca en su día de suerte. Todos los días hay malas noticias en los periódicos, pero no en los horóscopos. Las videntes no detectan algo tan inesperado como la muerte. Nadie nos avisa de cuando caerá el telón. Por desgracia, son cosas que nos pasan a los que estamos vivos. Respirar. Solo eso nos separa hoy de José Félix.

viernes, 9 de noviembre de 2007

De lectores empedernidos


Ayer no terminé de contar la historia. Tanto leer, un día Fernando y yo acabamos por leernos la cartilla mutuamente y ahí se acabó el cuento. Reaccioné con un dramatismo tremendo y me escapé a Santander fingiendo que no me importaba. Para superar el desconsuelo pedí otro novio a los Reyes y esa misma noche, mientras me comía el roscón, conocí a Jaime, que era perfecto. Bueno, más bien perfectamente convencional. Creo que sólo me gustaba porque tenía un almacén de material escolar y la primera vez que me llevó a conocerlo, con nocturnidad y alevosía, no pude resistir la tentación de apropiarme sin permiso de un Pilot con tinta verde… y pité cuando atravesamos el escaner de la puerta de salida. Aquel almacén me parecía el paraíso y, definitivamente, los cuadernos y los lápices que me regaló fueron lo mejor de un noviazgo insustancial que no cuajaba porque no le gustaba leer, tenía chandal e iba al fútbol. Desde entonces ya no me fío de Melchor ni de sus amiguitos, sean Gaspar, Baltasar, la reina madre o Juan Carlos. De los que leen si, aunque se que no deberia porque a la larga son contraproducentes. La vida no se ha hecho para comprenderla sino para vivirla y los lectores empedernidos no se conforman con ejercer de espectadores. Buscan respuestas en las palabras.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Quedar para leer


Hoy alguien me ha hablado de Fernando y me he acordado de cuando quedábamos para leer. Igual que otros se citan para ir al cine o para cenar, Fernando y yo nos llamábamos por teléfono y nos reuníamos en diferentes escenarios acompañados por nuestro material de lectura, normalmente procedente de una biblioteca, dadas las apreturas económicas que pasábamos ejerciendo de universitarios en la capital. A veces íbamos uno a casa del otro, tomábamos asiento en el sofá y nos concentrábamos en la lectura. Nos gustaba compartir silencios. Otros días, ocupábamos una pequeña mesa en un rincón de una cafetería de época en el Madrid de los Austrias, pedíamos chocolate y nos poníamos a leer. Supongo que nos bastaba estar uno al lado del otro y que nos conformábamos con esa proximidad ausente pero intensa. Después, de camino a casa compartíamos nuestros respectivos estados de ánimo y nos contábamos los incidentes domésticos y las novedades del día. Fue una relación extravagante y cautivadora en la que, por extraño que parezca, siempre nos sentimos cómodos. Tal vez porque cuando decidíamos hablarnos, ya de camino a casa, el espacio de conversación fue siempre tan limitado que nunca nos dio tiempo a hacer concesiones a la frivolidad. Teníamos muchas cosas que compartir y nunca nos aburrimos el uno del otro.
Hoy, Fernando es director de Comunicación de un laboratorio farmacéutico; me lo dijo Juan, porque hace una década que no nos vemos. Es curioso, me da la risa cuando me le imagino leyendo prospectos de medicamentos. Yo, por mi parte, hace años que me acostumbré a leer sola.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

Mi vecina Soco

Mi vecina Soco no es de esas que se conforma con llamar a mi puerta de vez en cuando pidiendo sal. Sus demandas son mucho más extravagantes. Pide incluso luz. Cuando Viesgo le corta el suministro por falta de pago, me despierta los sábados por la mañana con el enchufe del cable alargador, que siempre tiene a mano, para conectarse a mi corriente y poder pasar la aspiradora. Aprovechan toda la mañana. Lavan los chandals (nunca les he conocido otro atuendo) en la lavadora y ponen música. Soco me dice que tiene una avería y yo nunca preguntó a cuánto asciende la deuda. No es raro que, en los últimos días del mes, tenga antojo de tortilla y necesite media docena de huevos para hacerla; ni que, regularmente, se haya quedado sin detergente e incluso sin ese esmalte rojo que te ha visto en las uñas el día anterior.
Yo, que no he resuelto mi conflicto interno con el ‘no’, invariablemente accedo a todas sus peticiones, por más que excedan de la consabida tacita de sal. Soy como un Lupa veinticuatro horas todo gratis porque, en realidad, nada retorna nunca a mi despensa.

Cuando se casó su hija mayor, embarazada de un guardia civil, me pidió que le dejase hacerse fotos vestida de novia en mi salón, “delante de los libros, que queda muy fino”, espetó. La biblioteca de Soco –siempre en chandal y con la cajetilla de Ducados en la riñonera, siempre labios rojos y siempre un taco en la punta de la lengua- se compone de un libro de lengua española de tercero de EGB, dos ejemplares de la colección de Los Cinco, el manual del video, el catálogo de Ikea y la guía telefónica. “Más no, que recarga el mueble”, justifica con naturalidad. En realidad, en su casa prescinden hasta del revistero. A veces manda al pequeño a pedirme el periódico. “Que no esté fresco –advierte- que mi madre le quiere para limpiar los cristales”.
Aun con todo, me parece que les he cogido cariño porque me mantienen en conexión con una realidad que no sale en los periódicos. Con la ausencia de interés por la información y la política. Con los apuros para comer todos los días del mes.
Soco y su familia han discutido hoy. Como los ancianos tabiques de mi casa son permeables a las conversaciones, de repente, estaba en su cocina ejerciendo de testigo indiscreto de reproches y escenas íntimas que mis oídos no tenían que haber registrado. Podía adivinarla con sus tacones y el Ducados entre los labios. “A dónde voy a ir yo, desgraciado, con esta edad, cuatro hijos y dos gatos. Yo no espero que George Clooney entre por esta puerta y me ponga un piso, pero tú eres un inútil. ¡Anda, sube arriba y pídele a la vecina unos huevos, patatas y algo de aceite, que no me apetece ni bajar al Lupa a comprar la cena, desgraciado!”.

martes, 6 de noviembre de 2007

El aroma del recuerdo

Un simple olor puede despertar el pasado en cualquier rincón. Hoy mientras curioseaba entre los estantes de una tienda, me invadió una fugaz y turbadora ráfaga de un aroma que no supe identificar, pero que desató en mi interior una vertiginosa sucesión de imágenes y sensaciones estremecedoras. Todo ocurrió en un instante. Cerré los ojos con fuerza, con esa urgencia casi ansiosa por atrapar un recuerdo huidizo que duda en abandonar su letargo, y asoma y se esconde en un vaivén acompasado. No quería moverme, para no perderlo. Ensimismada en medio de la potente sonoridad de aquel escenario me pareció que todo estaba en silencio. De repente, atrapé el recuerdo y éste pareció evaporarse de mi mente a través de las yemas de mis dedos, después de haberse propagado como un calambre por todos los rincones de mi cuerpo.
Aspiro ese fugitivo aroma que me traslada a un escenario olvidado. La frase es suya. Fue el viaje en coche más corto y más largo de mi vida. Aquella noche, volviendo de Bilbao, ajenos a la conversación de los demás, atraídos por un poderoso imán, incapaces de existir más allá de esa efímera y sutil realidad confeccionada a la medida de la intensidad de nuestras miradas. Mientras aquella carretera devoraba una distancia eterna y fugaz a la vez. Sin rozarnos. Es curioso, hasta hoy no recordaba el olor de esta escena. Poderosa y pretérita. Miré alrededor, pero la penetrante esencia se había esfumado sin dejar huella. El pasillo de la tienda estaba vacío. No puedo adivinar quien destapó el frasco del perfume de mi memoria.

lunes, 5 de noviembre de 2007

Fabricar tiempo

Lux cuenta que regaló un cuaderno a un amigo y que éste, al llegar a la última página, le dedicó una frase: “Nadie puede regalar tiempo, gracias por el espacio”. Yo intento fabricar tiempo todos los días, engañando los minutos de una manera estúpida. No puedo justificar por qué, contra toda lógica, me he negado a atrasar una hora mi reloj a raíz del reciente cambio horario. Habita en mí una indescifrable pulsión interna que encuentra sumamente sugerente vivir con una hora de adelanto. Esperaba que esta circunstancia mejorara mi ratio de puntualidad, pero no ha sido así. De momento, tal estratagema sólo ha servido para confundirme, algo que por otro lado me encanta. Me levanto una hora antes de lo necesario sólo por el placer de demorarme en el letargo onírico hasta que realmente se hace necesario levantarme. Como dependo del reloj del móvil, temo que la compañía telefónica intervenga y corrija el adelanto en la pantalla de mi aparato. Francamente, me llevaría un disgusto si me suman sesenta minutos porque de vez en cuando, si me engaña la memoria, me olvido que de que vivo con una hora de ventaja. Entonces, engaño al tiempo y me deleito jugando la prórroga. Viviendo una hora que los demás ya tenéis amortizada.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Lalín se cambia de casa


Mudanza. Me he comprometido a ayudar a Lalín con los últimos detalles de la mudanza de su casa. Cambiar de hogar parece un asunto serio pero, en realidad, no es más que cambiarse el envoltorio porque la esencia vital se guarda en cajas de cartón que transitan de un espacio a otro. Las pertenencias, como las casas, siempre huelen a uno. Son la textura de nuestro particular pretérito.

Me doy cuenta de que he habitado nueve casas. Y que tres de ellas, incluido la que ahora ocupo, han sido buhardillas. Las mudanzas son siempre tristes, aunque uno se traslade a un espacio más cálido. Supongo que eso es porque hay que meter los recuerdos en las maletas y los cromos de nuestra vida pasan por delante de nuestros ojos en un nostálgico desfile. Tal vez, el pretérito es presente sólo durante ese tiempo de tránsito. Después, se llega a la nueva casa, se saca de las maletas y se vuelve a encerrar en los armarios.


Nunca llega entero. Por alguna razón que se me escapa, uno siempre pierde algo de sí en las mudanzas que hace y, al abrir una caja, se echa en falta un detalle o una prenda. Me gusta pensar que en un descuido alguna de mis pertenencias abandona la maleta y se esconde en la casa vacía. Y que son cosas que no llegan al nuevo hogar porque han preferido quedarse allí, ocultos a la vista de sus nuevos dueños.

sábado, 3 de noviembre de 2007

La catarsis del tomate

Se que no se puede conducir con alcohol en el cuerpo, pero ¿se puede escribir a esta hora de la madrugada cuando por culpa de Iñigo y Jesús he tomado más copas de las que debiera? Siempre que pienso en el alcoholímetro me acuerdo de Aznar quien, metido en bodega, nos regaló aquel discurso ebrio de vino y ridículo. Lamentaría mucho dar un espectáculo epistolar de semejante magnitud. Aunque, sinceramente, no creo que logre superar al maestro. Todo lo encuentro divertido. Me apetece tomar sopa de sobre. De repente me acuerdo del primo de Rajoy, y me da la risa. Todo empezó porque fuimos al teatro y diré, ahora que no hay niños despiertos, que Marat-Sade me pareció un espectáculo de época. Hoy, hasta la catarsis del tomate de los alumnos de la escuela de Cristina Rota resulta más provocadora y vanguardista. En mi descargo, doble gin-fizz.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Memoria de luto

Memoria. Siempre me ha sorprendido que se haya declarado fiesta nacional la memoria de los muertos, que se haya decretado la obligación de recordar, que se haya impuesto un día para llevar flores a los cementerios. Pero no todos los muertos están en los camposantos, algunos yacen en fosas comunes o en cunetas. Y, hasta ayer, ninguna fiesta los conmemoraba, nadie se sentía obligado a identificarlos y darles una sepultura digna. No se si es fiesta para ellos y sus familiares, que no saben a donde llevarles crisantemos. La muerte es tan incomprensible que no me imagino además que exista sin cuerpo. Sin lápida, sin urna.
Uno toma conciencia de lo efímero del tránsito vital cuando pierde a alguien especial. Cuando eso ocurre, nada cambia y cambia todo. Muta dentro. Se entra en una espiral dramática distinta, se abre los ojos a la vida. A la muerte. Mi memoria sobre aquellos minutos de agonía es potente. Temblaba de un frío que me salía de dentro, me entró miedo y después apareció un dolor atormentado, distinto a todos los conocidos, que se impregnó en mi piel y que aún no he podido sacudir de mi cuerpo. El recuerdo de su ausencia es poderoso. Memoria atormentada que trasciende a un jueves festivo. Hoy está prohibido olvidar. Y mañana también.

Mi mascota pepe el pez

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