miércoles, 17 de febrero de 2010

El encuentro

Ayer nos tropezamos por la calle en uno de esos encuentros accidentales que rompen la magia de la relación epistolar que mantenemos. Resulta incómodo enfrentarnos a la mirada del otro y he descubierto que nos sentimos más cómodos en ese contacto clandestino, en esa intimidad dibujada en las letras, amparada en la soledad de la noche, en el silencio. Ayer tuvimos la conversación más trivial de cuantas hemos sostenido. Sin el velo de la distancia física no nos hemos parecido tan interesantes. La luz del día, la conversación forzada, las miradas disimuladas, nuestras voces. Todo fue raro, y ajeno. No somos los mismos que en esta intimidad, que en esta noche. No nos reconocemos en estas palabras. Es aquí en este espacio donde somos nosotros. Tenía prisa por marcharme, por desaparecer de tu vista, por desaparecer de la vista de los otros. Tenía prisa por encontrarte aquí, preocupada por si nuestro encuentro ha alterado algo entre nosotros. Qué raro es sentise más cómoda lejos que cerca, que raro es estar más a gusto en el silencio de las palabras.

martes, 9 de febrero de 2010

Merece la pena


Haciendo un recorrido por su trayectoria vital, ayer alguien susurró en los micrófonos de Onda Cero que merece la pena todo, incluso los errores. La frase me atrapó. Tal vez porque ilumina un escenario donde sobrevivimos sometidos a la tortura de un ejército de mezquinos que tratan de contagiarnos su frustración y su resentimiento. Y me doy cuenta de que es cierto, de que siempre merece la pena vivir. Merecen la pena los abrazos y las lágrimas, el deseo y el desamor, el dolor y la risa. Respirar. Todo merece la pena. Incluso equivocarse. Todo menos permanecer inmóvil. Y desde luego, merece la pena que alguien te lo susurre.

jueves, 4 de febrero de 2010

Tiempo

Tiene razón Heidegger. El tiempo permanece únicamente como consecuencia de los acontecimientos que tienen lugar en él. Aprieto los ojos con fuerza deseando que el calendario se abandone a la urgencia, pero el esfuerzo es vano. Lo difícil es que todo pase para que no pase nada...

miércoles, 3 de febrero de 2010

Despedida


Las despedidas más tristes son las silenciosas. Aquellas en las que ni siquiera puedes mirarte a los ojos. Aquellas que tratan de aparentar un gesto cotidiano. Las despedidas más duras son aquellas en las que mientras el otro pasa por el umbral de la puerta, ya hay alguien descolgando de la pared los restos de su presencia.

martes, 2 de febrero de 2010

Estornudos de soledad

He leido que la soledad se contagia igual que un resfriado. Que se propaga como un virus a través de pequeños e imperceptibles estornudos de gente sola, que a su vez pega a otros este síndrome de soledad en una cadena infinita que trata de infectar a la humanidad.
Si me arrimo a un solitario puedo empezar a acusar síntomas como la necesidad de reafirmar mi individualismo frente a los otros, puedo sentirme independiente. No necesitar que nadie me de el visto bueno a lo que pienso, lo que digo, lo que visto, lo que escribo.

Estar solo no es estar triste, aunque la palabra soledad, por error, siempre invita a evocar un melancólico retrato del alma. Estar solo no es tener miedo, ni tener frio. Supongo que la soledad no es más que un estado natural que muchos se empeñan en alterar empeñándose en depender de otros, incapaces de disfrutar de si mismos porque necesitan ser otro.

A mi me pegó la soledad Carlitos, un compañero de la clase de párvulos. Carlitos siempre estaba quieto, y callado, perdía su mirada en el vacío. "Carlitos es raro porque no juega, piensa", decíamos. Y nos parecía un niño aburridísimo. Un niño que no necesitaba compartir, que iba a todas partes acompañado por si mismo.

Supongo que seducida por tan extravagante comportamiento, acabé por querer ser Carlitos. A la hora del recreo me senté a su lado e imité su rostro inexpresivo, su mirada perdida y su quietud. Me aburrí enseguida y me marché a jugar con los demás.

Pero desde entonces, sin poder evitarlo, comencé a experimentar comportamientos inquietantes. Me quedaba mirando el vacío, con la mirada perdida en la nada. Me hacía preguntas en silencio y me tomaba tiempo para responderme. Empecé a valorar el silencio. Disfrutaba vagando entre las calles, sin rumbo. No necesitaba hablar por teléfono con tanta frecuencia. Incluso me asusté el día en que noté que había dejado de importarme la opinión de los demás.

Definitivamente, supe que estaba enfermo de soledad. Invadido por ese potente veneno contra los otros. Contra todos aquellos que no saben respirar sin que otro aliento les susurre lo que piensan y dicen.

Aprendí a disfrutar de mi mismo, sin la imperiosa necesidad del otro. Un hombre solo es dueño de sus deseos. Penélope también.

Mi mascota pepe el pez

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