
El otro día, frente al mar y ante una sugerente ensalada de jamón y foie, comentaba con Alberto y Ruth que cuanto más intento desprenderme de la profesión, más se adhiere el periodismo a mi piel. Mientras persigo un piñón con el tenedor, caigo en la cuenta de que los medios de comunicación tienen un efecto aspirador. No se si me seducen o me succionan, pero mira que he intentado veces ser dependienta en Zara. Sin éxito. En esa cita y en ese ambiente admití que me siento prisionera de este delirio, que me apasiona y me crispa.
Me sigo cabreando con las injusticias, con la autocensura, con las vendas que nos ponemos todos para curar la realidad, con las tiritas que aplicamos a las palabras para dibujar un espejismo, adulterado paraíso del eufemismo.
Me parece que no pasan tantas cosas en Cantabria como para justificar ciertos silencios.
Me sigo cabreando con las injusticias, con la autocensura, con las vendas que nos ponemos todos para curar la realidad, con las tiritas que aplicamos a las palabras para dibujar un espejismo, adulterado paraíso del eufemismo.
Me parece que no pasan tantas cosas en Cantabria como para justificar ciertos silencios.
Me sorprende que mañana no haya hueco para un suelto en los periódicos que anuncie que doscientas personas van a reunirse en solidaridad con Patxi Ibarrondo.
Me fastidia tener que someterme al ejercicio constante de leer entre líneas para tratar de adivinar la realidad en los silencios de los periódicos.
Me molesta que la verdad se fabrique en determinadas rotativas.
Me sorprende que nadie considere noticia un comunicado de Reporteros Sin Fronteras denunciando una persecución política en Cantabria.
Me asquea que en ciertos medios haya espacio para los homenajes al dictador que hace la Falange, pero no para La Realidad.
No puedo mirar para otro lado cuando el honor de un político de tercera regional vale tanto como para justificar el cierre de un periódico. En cualquier guión de Hollywood todos los compañeros de profesión hubiéramos acudido voluntariamente a la Justicia bajo el grito de “yo también soy Ulises Quintacolumna”. Pero aquí, en el Paseo Pereda, no nos atrevemos a retratarnos y practicamos un periodismo de baja intensidad, sin daños colaterales.
Añado dos matices: En la COPE se oyen cosas peores a diario y nadie la ha cerrado. Y el honor de Felipe y Leticia se ha tasado en 3.000 euros; el de Carlos Sainz en 12.000 euros.
Pero una cosa son los periódicos y otra los periodistas. Y, como dice Alberto Ibáñez, el periodismo es crítico por naturaleza porque, de lo contrario, se llama propaganda. En cuanto a los periodistas, la mayoría pasaremos por la profesión de puntillas, con los ojos cerrados y los oídos tapados. No sea que nos embriague la pasión y se carguen las tintas de las plumas.
Me fastidia tener que someterme al ejercicio constante de leer entre líneas para tratar de adivinar la realidad en los silencios de los periódicos.
Me molesta que la verdad se fabrique en determinadas rotativas.
Me sorprende que nadie considere noticia un comunicado de Reporteros Sin Fronteras denunciando una persecución política en Cantabria.
Me asquea que en ciertos medios haya espacio para los homenajes al dictador que hace la Falange, pero no para La Realidad.
No puedo mirar para otro lado cuando el honor de un político de tercera regional vale tanto como para justificar el cierre de un periódico. En cualquier guión de Hollywood todos los compañeros de profesión hubiéramos acudido voluntariamente a la Justicia bajo el grito de “yo también soy Ulises Quintacolumna”. Pero aquí, en el Paseo Pereda, no nos atrevemos a retratarnos y practicamos un periodismo de baja intensidad, sin daños colaterales.
Añado dos matices: En la COPE se oyen cosas peores a diario y nadie la ha cerrado. Y el honor de Felipe y Leticia se ha tasado en 3.000 euros; el de Carlos Sainz en 12.000 euros.
Pero una cosa son los periódicos y otra los periodistas. Y, como dice Alberto Ibáñez, el periodismo es crítico por naturaleza porque, de lo contrario, se llama propaganda. En cuanto a los periodistas, la mayoría pasaremos por la profesión de puntillas, con los ojos cerrados y los oídos tapados. No sea que nos embriague la pasión y se carguen las tintas de las plumas.





Estoy inmersa en un proceso de desdramatización. He ido de compras. Porque siempre compro en los momentos tristes. Me miro los pies constantemente porque tengo unos botines nuevos color chocolate. De charol. Me he pintado los labios de rojo y he leído que el 47,6 por ciento de los cántabros reconoce haber sido infiel a su pareja. Y pienso que si el resto no lo ha sido, únicamente es porque no habrán tenido oportunidad. Hacía mucho que Alfonso, Eduardo y yo no quedábamos. Me han citado en La Cachava, para tomar unas copas antes de cenar. Tienen hábitos curiosos. Casi rituales. He disfrutado mucho de nuestro pequeño conciliábulo de gintonics. Tal vez porque la conversación se sucede sin guión ni pretensión alguna. Si Alfonso fuera rico se cambiaría de sexo por la provocación de llamarse María. Eduardo dice que en este país aunque te pillen con el cuchillo en la mano es difícil ir a la cárcel. Un trío especial. No coincidimos en edad, ni en gustos, ni en profesión. Después de compartir copas durante más de cuatro años, apenas sabemos nada de la vida particular del otro. Vistos desde fuera somos raros. Apenas recuerdo cómo nos conocimos. Me parece que nos ató la casualidad en una rueda de prensa. Y que, desde entonces, nos hemos dejado llevar por una relación peculiar que espontáneamente nos une en convocatorias aleatorias. Citas extravagantes y caóticas, sin argumento. Citas en las que nadie cae en la cuenta de que hoy te has pintado los labios de rojo y llevas botines nuevos. De repente doy en pensar que si Alex y yo nos hubiésemos conocido en párvulos, el habría sido Toby, y yo, la pequeña Lulú. Es un ridículo desorden de identidad que me hace reir.




Mi vecina Soco no es de esas que se conforma con llamar a mi puerta de vez en cuando pidiendo sal. Sus demandas son mucho más extravagantes. Pide incluso luz. Cuando Viesgo le corta el suministro por falta de pago, me despierta los sábados por la mañana con el enchufe del cable alargador, que siempre tiene a mano, para conectarse a mi corriente y poder pasar la aspiradora. Aprovechan toda la mañana. Lavan los chandals (nunca les he conocido otro atuendo) en la lavadora y ponen música. Soco me dice que tiene una avería y yo nunca preguntó a cuánto asciende la deuda. No es raro que, en los últimos días del mes, tenga antojo de tortilla y necesite media docena de huevos para hacerla; ni que, regularmente, se haya quedado sin detergente e incluso sin ese esmalte rojo que te ha visto en las uñas el día anterior.





