sábado, 29 de diciembre de 2007

El correo del alma


La vida tiene tal fuerza arrolladora que, ante la muerte de otros, vence la urgencia de la rutina y, así, mientras se diluye el aliento vital, en la habitación de al lado siempre hay alguien que encuentra imprescindible ir al supermercado. Los vivos huyen de la muerte como de la peste, se esfuman apenas esta aparece en el umbral de la puerta de una casa. Es un bucle vital urgente, instantáneo, repentino, un testigo que se pasa con naturalidad fugaz entre muerte y vida. “La vida sigue”, se apresuran a repetir los que nos rodean, presumo que en un afán por invocar el olvido y protegerse del interrogante. Nadie quiere preguntarse que pasa cuando se cruza la línea de meta.
A cierta edad es más extraordinaria la vida que la muerte. Es un pensamiento que ha asomado a mi cabeza mientras he velado el agitado insomnio de las últimas horas de la abuela. Por eso todo lo que cuente hoy estará empañado de tristeza, impostado por un desánimo tupido, embriagado por el desasosiego de las ausencias.
En el silencio de la noche la respiración suena estrepitosa y ruda. Cinco horas y media rozando las yemas de sus dedos, administrando medicamentos que ya no surten efecto, mirando el reloj. El primer impulso me acometió en el hospital, al leer la inminencia de la muerte en los rostros tendidos de las camas. Es más fácil ser descreído que confiar en un paraíso. Tengo la corazonada de que no hay vida después de la muerte porque nunca he recibido una señal de los que se han ido, pero a la vez me resisto a admitir que mi padre se ha esfumado. Por eso me vino a la mente la idea de recorrer las habitaciones de los hospitales buscando enfermos que iban a pasar a mejor vida para enviarle un recado a través de ellos. Las palabras que nunca le dije. En realidad esta idea se convirtió en una obsesión, a sabiendas de que no recibiré respuesta. Pero no me atreví a hacerlo. La última noche, en soledad y en silencio, sí. Estaba sentada frente a la abuela, acariciando su mano y no pude contenerme, me incliné hacia ella y mis labios temblaron cuando le susurré al oído: “Dile a mi padre que le quiero”. Es a la vez el mensaje más irracional y más trascendental que he remitido nunca, especialmente por el soporte de la misiva. Me prometí a mi misma no confesar nunca este absurdo. Enviar mensajes a mi padre a través de las personas que están a punto de morir. Recurrir al correo del alma para llegar donde no hay cobertura.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Como tu, tengo la corazonada de que no hay vida después de la muerte. Que de la nada venimos y a la nada volvemos. Hace unos días, no sé a cuento de qué, se lo dije a mi número dos. Me miró sorprendida y contestó que ella no se resignaba a que después de tanto sufrir (creo recordar que en realidad dijo de tanta mierda)no haya algo mejor.

Y como tu, y como ella, tal vez tampoco me resigno y desde hace dos años veo o quiero ver señales de que mi padre sigue cerca. Algún día te hablaré de ello.

Como te hablaré también, porque creo que nunca te lo he contado, de aquel dos de octubre que estábamos tomando una caña y salí corriendo por un titular que, de refilón, vi en la tele de la cafetería donde estábamos y que interpreté como un aviso. Aquella noche la pasé angustiado en la Residencia. El aviso, premonición o lo que fuera, casi acierta.

En fin, espero que la convocatoria para "beber por beber" a la que me hubiera gustado unirme, haya resultado un éxito.

Anónimo dijo...

Yo también mando recuerdos cuando voy a un funeral.
A veces más que mandar un saludo creo que es una forma de no olvidar yo, ni que de que se olviden ellos. Un beso.

Anónimo dijo...

Yo soy de las que odian los funarales y las despedidas en general. Creo que me cuesta despegarme. Ánimo, Pe. Yo, que no sé bien en qué creo en relación ni a los vivos ni a los muertos, estoy completamente convencida de que ese mensaje tuyo le va a llegar a tu padre. Un besazo.

Anónimo dijo...

Seguro que ha recibido el mensaje. Si no las hubieras dicho, las palabras se hubieran quedado en el muelle abandonadas mientras el barco zarpa. Un beso

Anónimo dijo...

Enviar un mensaje nunca es inútil. Siempre quedará la duda de si llega a su destino. Pero si no envias el mensaje no llegará jamás.

"Me arrancaste mi llanto, y ya no lloro;
me arrancaste mi vida, y ya no vivo;
si el morir me arrebatas ¿qué me dejas?"

del poema "A DIOS" de Ramón Gaya

En estos días, por diferentes razones, no he podido estar a tu lado ni un solo minuto aunque me he acordado de ti.
Un beso
Es duro, pero es verdad que la vida sigue para quienes quedamos en ella.

Anónimo dijo...

No te preocupes. Él sabe que le quieres. Lo ha sabido siempre. Los padres y las madres saben esas cosas. Aunque los hijos no seamos capaces de decirlo.
Un beso

Mi mascota pepe el pez

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