viernes, 28 de diciembre de 2007

El Luis que me robó Almudena


La Navidad es una costumbre cruel que en la mayoría de las ocasiones obliga a la gente a fingir satisfacción por compartir mantel con algún familiar cretino. Un mal inevitable que uno puede superar resignado, cabreado o estimulado etílicamente. Este invento de la armonía familiar es un cuento, por eso no alcanzo a entender que los protagonistas de las películas de Hollywood siempre estén a la caza y captura de una familia con la que comer el pavo el Día de Acción de Gracias.

Mi Navidad es extraña. Estoy sentada a los pies de la cama de la abuela, en casa de mamá, acompañando suspiros, quejidos tenues y silencios. Son más de las tres de la mañana y en la soledad de esta noche triste van pasando ante mis ojos, ya cansados, las hojas de El Corazón Helado. No suelo leer cosas escritas por mujeres, tampoco sabría decir por qué, pero con Almudena Grandes hago una excepción porque es un regalo. Y porque me enamoré de su marido nada más conocerle. Tal vez de mi fascinación hacia Luis García Montero deriva el interés por las letras de Almudena, a quien también conocí hace dos veranos en la Magdalena. Es una mujer arrolladora, impetuosa y divertida. Penetrante. De esas mujeres que emanan una esencia fascinadora y peculiar, capaz de captar la atención instantánea de todos los que le rodean. De inmediato supe que no podía competir con ella, con su risa y sus formas desinhibidas y los juicios sin pelos en la lengua. Intenté sentirme celosa, pero no pude.

Desde entonces me gusta Almudena. Sus libros, hasta ahora, poco, no me han resultado interesantes. Pero ahora sus palabras acompañan mi noche en blanco aunque la respiración agitada de la abuela me expulsa continuamente de la historia. Y espero que este libro me caliente el corazón, como dice la autora en la dedicatoria que acompaña la edición especial que me han regalado. Me acuerdo de Almudena agitando su melena azabache, embutida en un vestido azul de Zara –demasiado estrecho, demasiado corto- sentada en el sofá de la salita del rector frente al imponente paisaje marítimo que dibuja el ventanal en ese recodo del Palacio. Queriendo fumar. “A mi la ministra no me impone”, advierte rotunda mientras prende un Ducados ante los periodistas. Deseaba que hablase de Luis. Y lo hizo. Dejó claro que está completamente enamorada de ese hombre que cuida tanto las palabras que apenas las pronuncia, para no desgastarlas. La primera vez que se vieron en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo sus vidas se engancharon para siempre en una nueva realidad concebida a la medida de la intensidad de sus sentimientos. Volvieron a Madrid y rompieron con sus respectivas vidas para unirse en esta especie de catarsis sentimental que no sólo perdura, sino que madura.

Cada verano vuelven a Santander para pasar una noche en el escenario que les unió, y miran el Cantábrico desde la ventana de la habitación del Palacio. “Para escribir un buen poema no basta con sentir, hay que hacer sentir”, me dijo mientras compartíamos sofá. Exhibe una sobriedad seductora que conquista. Es el hombre de mi vida, aunque nunca llegará a saberlo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Qué razón tienes, Pe! Todos tenemos algún impresentable en la familia con quien nos toca compartir mantel. Y esto me trae a la memoria tus impresiones del 28 de noviembre. Sí, el tío alcohólico es inicialmente el más señalado, porque es más cómodo marginarle que intentar ayudar (a esta maniobra la llamamos no meterse en la vida de los demás); aunque la cuñada envidiosa y frustrada nos produce una mezcla de asco y de rabia cuando comprobamos que después de tanto rebuscar en el mercadillo ha encontrado unos Pura López originales por un precio irrisorio, y que además está más delgada (será la envidia, que la corroe), de tal manera que con sus taconazos y su ropa de imitación (¿lo es?) está realmente impresionante (estoy más digna con mis treinta kilos de más y mi ropa de Zara). A la tía abuela con olor a naftalina no hay quien la aguante, en efecto (espero no parecerme a ella); el hipocondríaco me produce urticaria y dolor de cabeza; la histérica me pone de los nervios con su conversación (tengo que gritarle para que se dé cuenta de que su opinión no me interesa en absoluto) y del ridículo con pretensiones de doctor mejor no hablar. Así que como bien dices, Pe, lo mejor es esquivar las reuniones familiares. Sobre todo si se trata de reunirse alrededor de la cama de la abuela (jamás me cayó bien esa abuela, así que por qué disimular esa indiferencia acumulada en el pasado). No pienso aguantar los cleenex de nadie, tengo que ser coherente con mis ideas y no dejar que el chantaje emocional me haga flaquear (si piensan que voy a hacer algún turno de noche en el hospital, van listos); supongo que renunciar a la herencia será lo más razonable y les enseñará quién es más íntegro en la familia, ¿verdad, Pe? Pero... ¿cómo era el cuento de Mister Scrooge?... ¡Paparruchas! Los raros e insoportables son ellos. Prefiero seguir fomentando mi imagen de glamour, aunque sea inventada; aunque a veces me sorprenda la realidad como a Glenn Close en la escena final de Las Amistades Peligrosas: sola, triste, víctima de sus propias trampas y mentiras, con el maquillaje a medio quitar, como una caricatura de sí misma... ¿verdad, Pe?

Mi mascota pepe el pez

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