martes, 2 de febrero de 2010

Estornudos de soledad

He leido que la soledad se contagia igual que un resfriado. Que se propaga como un virus a través de pequeños e imperceptibles estornudos de gente sola, que a su vez pega a otros este síndrome de soledad en una cadena infinita que trata de infectar a la humanidad.
Si me arrimo a un solitario puedo empezar a acusar síntomas como la necesidad de reafirmar mi individualismo frente a los otros, puedo sentirme independiente. No necesitar que nadie me de el visto bueno a lo que pienso, lo que digo, lo que visto, lo que escribo.

Estar solo no es estar triste, aunque la palabra soledad, por error, siempre invita a evocar un melancólico retrato del alma. Estar solo no es tener miedo, ni tener frio. Supongo que la soledad no es más que un estado natural que muchos se empeñan en alterar empeñándose en depender de otros, incapaces de disfrutar de si mismos porque necesitan ser otro.

A mi me pegó la soledad Carlitos, un compañero de la clase de párvulos. Carlitos siempre estaba quieto, y callado, perdía su mirada en el vacío. "Carlitos es raro porque no juega, piensa", decíamos. Y nos parecía un niño aburridísimo. Un niño que no necesitaba compartir, que iba a todas partes acompañado por si mismo.

Supongo que seducida por tan extravagante comportamiento, acabé por querer ser Carlitos. A la hora del recreo me senté a su lado e imité su rostro inexpresivo, su mirada perdida y su quietud. Me aburrí enseguida y me marché a jugar con los demás.

Pero desde entonces, sin poder evitarlo, comencé a experimentar comportamientos inquietantes. Me quedaba mirando el vacío, con la mirada perdida en la nada. Me hacía preguntas en silencio y me tomaba tiempo para responderme. Empecé a valorar el silencio. Disfrutaba vagando entre las calles, sin rumbo. No necesitaba hablar por teléfono con tanta frecuencia. Incluso me asusté el día en que noté que había dejado de importarme la opinión de los demás.

Definitivamente, supe que estaba enfermo de soledad. Invadido por ese potente veneno contra los otros. Contra todos aquellos que no saben respirar sin que otro aliento les susurre lo que piensan y dicen.

Aprendí a disfrutar de mi mismo, sin la imperiosa necesidad del otro. Un hombre solo es dueño de sus deseos. Penélope también.

1 comentario:

Raquel Gómez dijo...

Preciosa reflexión y más aún al compartira, que paradoja, tu vuscando soledad y yo vengo a interrumpirla.

Mi mascota pepe el pez

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