
La vida tiene tal fuerza arrolladora que, ante la muerte de otros, vence la urgencia de la rutina y, así, mientras se diluye el aliento vital, en la habitación de al lado siempre hay alguien que encuentra imprescindible ir al supermercado. Los vivos huyen de la muerte como de la peste, se esfuman apenas esta aparece en el umbral de la puerta de una casa. Es un bucle vital urgente, instantáneo, repentino, un testigo que se pasa con naturalidad fugaz entre muerte y vida. “La vida sigue”, se apresuran a repetir los que nos rodean, presumo que en un afán por invocar el olvido y protegerse del interrogante. Nadie quiere preguntarse que pasa cuando se cruza la línea de meta.
A cierta edad es más extraordinaria la vida que la muerte. Es un pensamiento que ha asomado a mi cabeza mientras he velado el agitado insomnio de las últimas horas de la abuela. Por eso todo lo que cuente hoy estará empañado de tristeza, impostado por un desánimo tupido, embriagado por el desasosiego de las ausencias.
En el silencio de la noche la respiración suena estrepitosa y ruda. Cinco horas y media rozando las yemas de sus dedos, administrando medicamentos que ya no surten efecto, mirando el reloj. El primer impulso me acometió en el hospital, al leer la inminencia de la muerte en los rostros tendidos de las camas. Es más fácil ser descreído que confiar en un paraíso. Tengo la corazonada de que no hay vida después de la muerte porque nunca he recibido una señal de los que se han ido, pero a la vez me resisto a admitir que mi padre se ha esfumado. Por eso me vino a la mente la idea de recorrer las habitaciones de los hospitales buscando enfermos que iban a pasar a mejor vida para enviarle un recado a través de ellos. Las palabras que nunca le dije. En realidad esta idea se convirtió en una obsesión, a sabiendas de que no recibiré respuesta. Pero no me atreví a hacerlo. La última noche, en soledad y en silencio, sí. Estaba sentada frente a la abuela, acariciando su mano y no pude contenerme, me incliné hacia ella y mis labios temblaron cuando le susurré al oído: “Dile a mi padre que le quiero”. Es a la vez el mensaje más irracional y más trascendental que he remitido nunca, especialmente por el soporte de la misiva. Me prometí a mi misma no confesar nunca este absurdo. Enviar mensajes a mi padre a través de las personas que están a punto de morir. Recurrir al correo del alma para llegar donde no hay cobertura.
A cierta edad es más extraordinaria la vida que la muerte. Es un pensamiento que ha asomado a mi cabeza mientras he velado el agitado insomnio de las últimas horas de la abuela. Por eso todo lo que cuente hoy estará empañado de tristeza, impostado por un desánimo tupido, embriagado por el desasosiego de las ausencias.
En el silencio de la noche la respiración suena estrepitosa y ruda. Cinco horas y media rozando las yemas de sus dedos, administrando medicamentos que ya no surten efecto, mirando el reloj. El primer impulso me acometió en el hospital, al leer la inminencia de la muerte en los rostros tendidos de las camas. Es más fácil ser descreído que confiar en un paraíso. Tengo la corazonada de que no hay vida después de la muerte porque nunca he recibido una señal de los que se han ido, pero a la vez me resisto a admitir que mi padre se ha esfumado. Por eso me vino a la mente la idea de recorrer las habitaciones de los hospitales buscando enfermos que iban a pasar a mejor vida para enviarle un recado a través de ellos. Las palabras que nunca le dije. En realidad esta idea se convirtió en una obsesión, a sabiendas de que no recibiré respuesta. Pero no me atreví a hacerlo. La última noche, en soledad y en silencio, sí. Estaba sentada frente a la abuela, acariciando su mano y no pude contenerme, me incliné hacia ella y mis labios temblaron cuando le susurré al oído: “Dile a mi padre que le quiero”. Es a la vez el mensaje más irracional y más trascendental que he remitido nunca, especialmente por el soporte de la misiva. Me prometí a mi misma no confesar nunca este absurdo. Enviar mensajes a mi padre a través de las personas que están a punto de morir. Recurrir al correo del alma para llegar donde no hay cobertura.